Esta carta ganó un concurso de lectores en el diario El Mundo, de España:
“Querido marido de más de media vida juntos:
“¡Qué cosa más absurda llamarte imposible! Sin necesidad de acuerdo previo, desde siempre coincidimos, primero en enamorarnos fulminantemente y luego en esas menudencias que ensamblan la vida. Coincidimos en política, en religión, en dedicación a nuestra casa y a nuestros hijos, en cuidar uno de otro cuando hemos estado enfermos y… ¡vive Dios que no nos han faltado sustos de salud!.
Juntos hemos disfrutado de los pequeños triunfos y juntos, codo con codo, hemos sufrido, padecido y luchado, contra la variada injusticia que nos tocó en el lote.
“No hemos sido una idílica pareja de esas que nunca discuten. Hemos discutido, nos hemos enfadado y nos hemos amigado, en fin, lo normal, hemos vivido.
“Sin embargo ahora estás imposible. Sentadas las grandes bases, sin problemas irresolubles, te veo sonreír y hablar amablemente… pero no conmigo. Mi presencia te agobia, mi ausencia te disgusta. Rechazas mis iniciativas, te niegas a acompañarme (porque no te encuentras bien, me dices) y, a continuación, sí que te encuentras bien para ir a ver a cualquiera que yo no haya mencionado.
“Si hay verdura, quieres pasta. Si hay pasta, quieres arroz. Si hay sopa, quieres puré. Si te pregunto qué quieres, contestas que cualquier cosa. Si dispongo “cualquier cosa” apareces con algo nuevo que tú has ido a buscar.
“Si hablas con los hijos, no haces de correa de transmisión. Si yo hablo con ellos, te molestas si no comento nada. ¿Te muestras correcto? Sí. Correcto y distante, correcto y despegado. ¿Hablas conmigo? Sí, sin entablar conversación alguna. Si muestro interés por las cosas que tienes que hacer, me contestas con vaguedades o si alguna vez me contestas algo concreto… luego me reprochas que no lleve una memoria exacta de lo que has dicho.
“Si me acerco a ti, retrocedes porque te parece que te mando o que te fiscalizo. Si procuro mantenerme distante, acaba escapándosete algún suspiro como de pena. Si te pregunto, me contestas algo bien críptico y abstruso, que me suma en la indignación o en la tristeza… No sigo por no convertir esto en una salmodia de insignificancias cansinas, que aburrirían al más pintado. Tiene que bastarte esta muestra para comprender porqué digo que estás imposible.
“Como triunfante final, has decidido que tenemos que “repensar” nuestra manera de vivir y cuando te contesto que no tengo nada que pensar, que sé muy bien lo que quiero y cómo lo quiero vivir, te empeñas en adjudicarme un no entendimiento que, sencillamente, no existe. Lo mejor de los años es que nos curan de nuestras propias debilidades, así, cuando éramos jóvenes, yo, mujer, era mucho más emotiva y tú, hombre, mucho más cerebral. Ahora, mayores, yo me he curado del romanticismo y tú, con toda tu sapiencia, sientes que se te trastabillan las meninges. ¿Por qué crees que existen esos matrimonios claramente ventajosos para ellas y tremendamente ridículos para ellos? ¿Los de los señores de sesenta con las jovencitas de treinta? Porque las jovencitas de treinta están dispuestas a alcanzar esas ventajas contando a sus talluditos maridos… lo que ellos quieren oír. Me temo que yo no soy Sherezade, sino una mujer real, con las creencias firmes, las torpezas reconocidas y aprecio más el sentido del humor que ese sentido trágico de la vida, muy docto para citarlo, pero plúmbeo para vivirlo.
“Puedo afrontar un problema, puedo tratar de resolver una situación, pero no sé jugar a este juego escurridizo y tonto que no entiendo, a pesar de que se hayan escrito muchas novelas basadas en esto mismo: la irreconciliable sincronía del amor entre un hombre y una mujer. Las que yo recuerdo estaban escritas por reputados escritores, hombres al fin y al cabo, que arrimaban el ascua a su sardina, creyéndose el colmo de la sabiduría. Yo no quiero ni reconocimiento, ni salir ganando no se qué pelea, prefiero arrimar las sardinas a la plancha común y comérnoslas con ajito y perejil… ¡Mmm, deliciosas!
¿No te apetecen?”
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