“Los descansos para ir al lavabo estaban limitados a diez minutos y requerían apuntarse en una lista”, cuenta Lu Qingmin, una de las protagonistas de la reciente Chicas de fábrica (RBA). Esta opera prima de Leslie T. Chang no es una novela sino un magnífico reportaje de la China actual, de las decenas de millones de adolescentes que escaparon del campo a la ciudad y quedaron atrapadas en sus luces de neón, en su engañosa libertad, en sus oportunidades y en las redes de mafiosos que engrasan la llamada Fábrica del Mundo.
El relato de Chang, en el que se entremezclan detalles de su
experiencia personal y familiar, está emparentado con la nueva corriente literaria china, centrada en la narración de la vida laboral de los protagonistas, de sus lugares de trabajo y, sobre todo, en la transformación de hombres y oficinas desde la insignificancia a la opulencia. Cambios promovidos por empeño de convertirse en millonarios y en redecorar los despachos para que lo parezca. Son novelas con un trasfondo económico y financiero, cuyas tramas discurren siempre por la pendiente del triunfo, sin apenas dejar tiempo al sexo o al romance; historias donde la pasión se vuelca en las guerras comerciales o en la consecución de los objetivos financieros.
Este género es el único que cuenta con millones de adeptos, en un país donde hasta la Academia de Ciencias Sociales se ha quejado de lo poco que se lee. Diario del funcionario Hou Weidong, una serie que va por el noveno libro ha vendido más de tres millones de ejemplares, cuando la tirada de la mayoría de los títulos ha quedado reducida a unos 2.000 ejemplares en un país de 1.350 millones de habitantes.
Cada vez son más los autores chinos que ven traducidas sus obras. Entre estos se incluyen no solo los de la República Popular sino también los de Taiwan y, sobre todo, a los de la diáspora
Sin embargo, al igual que sucede con otros aspectos de la penetración del Imperio del Centro en Occidente, cada vez son más los autores chinos que ven traducidas sus obras. Entre estos se incluyen no solo los de la República Popular sino también los de Taiwan y, sobre todo, a los de la diáspora. Son muchos los que han optado por no librar más batallas contra la censura y se han instalado en otros países para escapar de la represión y dar rienda suelta a su imaginación. Algunos escriben ya en la lengua del país de acogida, como Gao Xingjian, que escribe en francés y cuya concesión del Nobel, en 2000, descubrió a muchos occidentales que existía una literatura china moderna de calidad. Precisamente del autor de La montaña del alma, se acaba de publicar El libro de un hombre solo (Debolsillo).
En los últimos años, los escritores chinos han comenzado a ocupar un lugar destacado en las editoriales españolas. Algunos de sus títulos recientes, como Triste vida, de Chi Li (Belacqva), fueron escritos en la década de los 80, muy rica literariamente porque fue toda una eclosión de creatividad tras la represión sufrida durante la Revolución Cultural (1966-1976). Nace entonces la llamada literatura de cicatrices, corriente que se prolonga hasta nuestros días y en la que se cuentan historias, desde el punto de vista de las víctimas –la mayoría intelectuales-, de los terribles tiempos pasados. Como Vientos amargos, de Harry Wu (Libros del Asteroide), que relata su propia experiencia en un campo de reeducación por el trabajo.
El éxito más rotundo de Dai Sijie, Balzac y la joven costurera china (Salamandra), pertenece a esa tendencia, pero no los siguientes: El complejo de Di, con el que obtuvo el premio Fémina 2003 y Una noche sin luna. También el último libro de Qiu Xialong, principal autor de novela negra china, El caso Mao (Tusquets), desarrolla las investigaciones de su epicúreo y gourmet policía Chen Cao en la década final del maoísmo. Hay seis novelas de Qiu traducidas al español -escribe en inglés- y se han hecho nuevas reediciones de tres de ellas, incluida la primera, Muerte de una heroína roja.
En los años noventa llegó el destape a la República Popular. Aparecieron las primeras novelas eróticas, como Shanghai Baby, de Wei Hui (Planeta), prohibida por los censores, lo que de inmediato le granjeó el éxito en el extranjero y en el mercado negro local
El género policiaco también lo cultiva con éxito Diane Wei Liang, en cuyos libros –el último es La casa del espíritu dorado (Siruela)- se percibe el contraste entre la China tradicional y la actual y la corrupción rampante en un país que se transforma a velocidad de vértigo. Ha Jin, otro autor nacionalizado estadounidense cuenta, con varios títulos traducidos al castellano y reeditados. El más reciente, Despojos de guerra (Tusquets). Al igual que Lisa See, que recrea con todo lujo de detalles el Shanghai de hace casi un siglo en Dos chicas de Shanghai (Salamandra) y, como en sus anteriores novelas, describe con riqueza el complejo mundo interior de las chinas.
En los años noventa llegó el destape a la República Popular. Aparecieron las primeras novelas eróticas, como Shanghai Baby, de Wei Hui (Planeta), prohibida por los censores, lo que de inmediato le granjeó el éxito en el extranjero y en el mercado negro local. El rastro de esta literatura preocupada por las aventuras y desventuras sexuales de los jóvenes se encuentra hoy en día en Mian Mian y en numerosos blogs, como el de Mu Zimei, que tratan de sortear los controles de la policía ciberespacial.
La crítica política es muy importante en la literatura china actual. Tal vez la novela más mordaz e hilarante sea Haz el favor de no llamarme humano (Lengua de Trapo), de Wang Shuo, quien sigue viviendo en China pese a que toda su obra está prohibida desde 1996. Escritores como Mo Yan, cuyo libro Grandes pechos amplias caderas (Kailas) fue prohibido en China, denuncian sin reparos las injusticias que se cometen contra los más débiles e ignorantes en nombre de la rápida transformación del país, como Las baladas del ajo (Kailas). Mo Yan es el autor del Sorgo rojo (El Aleph) que Zhang Yimou llevó con gran éxito al cine. Existe también otra novela titulada Sorgo rojo (Planeta), cuyo autor, Ya Ding, también muy crítico, se exilió en Francia tras la matanza de Tiananmen. Otros escritores comprometidos aún no han sido traducidos al castellano, como Yan Lianke, pese a ser una de las mentes más lúcidas de China.
Se enfrentan por un lado a la globalización, el consumismo, el empeño en enriquecerse y la rápida transformación del país y por otro a la censura y la represión que les impone el sistema, de ahí sus enormes dificultades para salir adelante sin degradar el oficio de escritor
Ma Jian, refugiado en Reino Unido, inicia su novela Pekín en coma (Mondadori) en los sucesos de Tiananmen (1989), que siguen siendo tabú en el interior de China, y arremete con furia contra esa atrocidad y las cometidas contra los intelectuales y artistas después de 1956.
Los escritores chinos se enfrentan por un lado a la globalización, el consumismo, el empeño en enriquecerse y la rápida transformación del país y por otro a la censura y la represión que les impone el sistema, de ahí sus enormes dificultades para salir adelante sin degradar el oficio de escritor. Uno de sus mayores alicientes es traspasar con sus libros las fronteras chinas y lo están consiguiendo. Y este presente vital y comprometido con la realidad enlaza con la edición hace dos años de dos pilares de la literatura china: Jin Ping Mei o El erudito de las carcajadas, Anónimo (Atalanta) y Sueño en el Pabellón Rojo, de Cao Xuequin (Galaxia Gutenberg). Dos historias de poder, pasión y lujuria que muestran la condición humana desde Oriente. Las dos obras se traducen directamente del chino por primera vez.
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